Día un millón de cuarentena.
Así se siente, aunque llevemos escasos veintiún días.
Increíble cantidad de cosas pueden perderse definitivamente
en tan poco tiempo. las que parecen borrosas, como si hubiesen sucedido em otra vida.
Dejamos de respirar el aire de todos, el que está afuera de casa, en el espacio que compartimos con los otros.
Dejamos de respirar el aire de todos, el que está afuera de casa, en el espacio que compartimos con los otros.
Desarrollamos una agudísima percepción de lo más próximo, en
tiempo y espacio. Todo es hoy, acá y ahora. Importa lo que hay en la heladera,
en la alacena, sobre la mesa, e importa mucho más que todo eso no sea una vía
para borrarte la vida de un plumazo.
El silencio se hace profundo y pensás de manera coherente, a
veces, en algo más que en cuánto tiempo
te va a durar el último frasquito de alcohol que conseguiste cuando pensabas
que esto era menos duradero de lo que hoy sabés que va a ser. Total, “tengo
lavandina”, te decís, “COVID chúpame un huevo!”. Porque hasta a hablar solo
aprendiste y (esto es genial) casi siempre tenés razón!
Las manos y la cara pasaron a ser un tema de Estado.
Con la cara no hay problema, sencillo: no te la toques, nunca, ni por equivocación. Si te pica, te das con un rallador o te la frotás contra la pared.
Ahora, la rutina de lavarte las manos durante 20 segundos no es tan fácil, y no te lleva menos de media hora porque cuando terminás, te das cuenta de que cerraste la canilla. Si, la misma canilla que abriste con las manos sin lavar y que acaba de volver a contaminarte. Entonces, agarrás el vaporizador de lavandina rebajada, le echás a la canilla, volvés a abrirla, te lavás por otros 20 segundos, cerrás la canilla, te secás las manos y, cuando vas a completar la esterilización con lavandina te das cuenta de que al vaporizador no lo desinfectaste y lo tocaste al principio de todo el periplo cuando lo llevaste al baño, obviamente, con las manos inmundamente infectadas. Sólo lavarse las manos, lleva unas cuantas horas al día.
Sacar la basura, otro tema.
Cubrís todo, desde la cabeza a los pies: gorra de baño, lentes, barbijo, polera o algo que te cubra el cuello, guantes, pantalones, zapatillas (convenientemente cubiertas con bolsas de nylon) y salís corriendo, mirando a los costados, siempre calculando cómo podés huir a la gran carrera antes de que te pueda interceptar algún vecino que te quiere saludar. Dejás la bolsa en el canasto y emprendés el regreso con la sensación del deber cumplido (sin dejar de otear por si aparece el vecino); llegás a tu casa y a la entrada nomás, te sacás todo lo que traés puesto, lo metés en la bolsa de consorcio que convenientemente dejaste a mano antes de salir. Abrís la puerta lateral que da al garage y tirás la bolsa que se quedará en cuarentena por 96 horas (o más, nunca se sabe si el virus va a mutar en otro más longevo).
Ya casi no podés respirar pero te queda lo más importante, vas abriendo las puertas con los codos por si las manos tocaron algo a pesar de los guantes, te métés en la ducha, abrís la canilla y te cagás de frío hasta que sale caliente porque lo importante de todo es que no contamines nada y ese es el mejor lugar. Te duchás, te secás, siempre ahí adentro, y cuando salís con las ojotas que antes tuviste cuidado de dejar en el baño, rociás con lavandina todo. Todo es todo, recorrido desde el balde de residuos hasta la calle, picaporte, puertas, y por ultimo, trapeás el piso -siempre con lavandina- y terminás.
A las 20:40 preparás todo para el Himno. Acercás el viejo equipo al enchufe de la entrada, abrís el vidrio de la puerta de entrada, ponés dos mesitas altas frente al vidrio abrierto y arriba ponés los dos parlantes (la idea es que el sonido salga libre al vecindario). Conectás el celular al equipo, que no es fácil porque el cable se sale, buscás la lista "Música de coronavirus" (Himno, Resistiré y una más, que tenga que ver con la esperanza o algo parecido), la dejás en espera y a las 20:59 estás catatónica con el dedo apuntando al triangulito del "play" de YouTube. A las 21:00 se larga el atronador "Oíd mortaaales....", corrés a la ventana grande que da al frente y cantás todo, las tres canciones frente a la ventana, a viva voz y aplaudiendo. Cuando todo termina, ordenás todo, rociás lavandina por si las moscas y te sentás.
A esa altura estás muerta, porque además de estos temas, estuviste hablando por teléfono ocho o nueve horas con gente que no escucha, no sabe o no quiere entender lo que le decís.
En la vida me cansé tanto como en estos días.
Pero llega la noche, el tiempo de descanso, y la cabeza vuela. El alma te avisa que extraña y, algunos días, sólo algunos, te permitís llorar como loca, a gritos, como cuando se te fue el benjamín y te atacó el nido vació por la espalda y sin aviso. Y el "borqué, borqué??!!" (por qué, entre mocos) te convierte en la protagonista de una tragedia turca berreta.
Las manos y la cara pasaron a ser un tema de Estado.
Con la cara no hay problema, sencillo: no te la toques, nunca, ni por equivocación. Si te pica, te das con un rallador o te la frotás contra la pared.
Ahora, la rutina de lavarte las manos durante 20 segundos no es tan fácil, y no te lleva menos de media hora porque cuando terminás, te das cuenta de que cerraste la canilla. Si, la misma canilla que abriste con las manos sin lavar y que acaba de volver a contaminarte. Entonces, agarrás el vaporizador de lavandina rebajada, le echás a la canilla, volvés a abrirla, te lavás por otros 20 segundos, cerrás la canilla, te secás las manos y, cuando vas a completar la esterilización con lavandina te das cuenta de que al vaporizador no lo desinfectaste y lo tocaste al principio de todo el periplo cuando lo llevaste al baño, obviamente, con las manos inmundamente infectadas. Sólo lavarse las manos, lleva unas cuantas horas al día.
Sacar la basura, otro tema.
Cubrís todo, desde la cabeza a los pies: gorra de baño, lentes, barbijo, polera o algo que te cubra el cuello, guantes, pantalones, zapatillas (convenientemente cubiertas con bolsas de nylon) y salís corriendo, mirando a los costados, siempre calculando cómo podés huir a la gran carrera antes de que te pueda interceptar algún vecino que te quiere saludar. Dejás la bolsa en el canasto y emprendés el regreso con la sensación del deber cumplido (sin dejar de otear por si aparece el vecino); llegás a tu casa y a la entrada nomás, te sacás todo lo que traés puesto, lo metés en la bolsa de consorcio que convenientemente dejaste a mano antes de salir. Abrís la puerta lateral que da al garage y tirás la bolsa que se quedará en cuarentena por 96 horas (o más, nunca se sabe si el virus va a mutar en otro más longevo).
Ya casi no podés respirar pero te queda lo más importante, vas abriendo las puertas con los codos por si las manos tocaron algo a pesar de los guantes, te métés en la ducha, abrís la canilla y te cagás de frío hasta que sale caliente porque lo importante de todo es que no contamines nada y ese es el mejor lugar. Te duchás, te secás, siempre ahí adentro, y cuando salís con las ojotas que antes tuviste cuidado de dejar en el baño, rociás con lavandina todo. Todo es todo, recorrido desde el balde de residuos hasta la calle, picaporte, puertas, y por ultimo, trapeás el piso -siempre con lavandina- y terminás.
A las 20:40 preparás todo para el Himno. Acercás el viejo equipo al enchufe de la entrada, abrís el vidrio de la puerta de entrada, ponés dos mesitas altas frente al vidrio abrierto y arriba ponés los dos parlantes (la idea es que el sonido salga libre al vecindario). Conectás el celular al equipo, que no es fácil porque el cable se sale, buscás la lista "Música de coronavirus" (Himno, Resistiré y una más, que tenga que ver con la esperanza o algo parecido), la dejás en espera y a las 20:59 estás catatónica con el dedo apuntando al triangulito del "play" de YouTube. A las 21:00 se larga el atronador "Oíd mortaaales....", corrés a la ventana grande que da al frente y cantás todo, las tres canciones frente a la ventana, a viva voz y aplaudiendo. Cuando todo termina, ordenás todo, rociás lavandina por si las moscas y te sentás.
A esa altura estás muerta, porque además de estos temas, estuviste hablando por teléfono ocho o nueve horas con gente que no escucha, no sabe o no quiere entender lo que le decís.
En la vida me cansé tanto como en estos días.
Pero llega la noche, el tiempo de descanso, y la cabeza vuela. El alma te avisa que extraña y, algunos días, sólo algunos, te permitís llorar como loca, a gritos, como cuando se te fue el benjamín y te atacó el nido vació por la espalda y sin aviso. Y el "borqué, borqué??!!" (por qué, entre mocos) te convierte en la protagonista de una tragedia turca berreta.
Lejos, como si hiciera un millón de años, quedó la
efervescencia de los primeros días de cuarentena en los que intentabas juegos para compartir
con los demás. Te vas asentando, acostumbrando a lo inevitable de no tenerlos,
de no tocarlos.
Empezás a entender que dejó de tener importancia lo
complicado del laburo, la guita que no alcanza, si podés o no irte de
vacaciones, si tu casa es o no la que querías, si se te rompe el auto o si no
lo podés cambiar por ese nuevo que te gusta.
Y el pensar coherente en las maneras de mantener la salud a
salvo, de que los tuyos mantengan su salud a salvo, pasó de golpe a llenar casi
todos los espacios. ¿Qué no resignarías por eso? ¿Qué no daríamos todos por encerrar en una
burbuja a todos los que son lo nuestro?
Es acá donde el pensamiento coherente se desdibuja y arranca
el que sirve.
Porque somos egoístas emocionales y, cuando de amor se
trata, no estamos dispuestos a que nada ni nadie nos arrebate lo que más
atesoramos. El compañero o compañera de vida, los hermanos, nuestros hijos y la
nueva generación que nos regalan para que podamos ser un poco mejores de lo que
pudimos ser con ellos. Y es que aprendimos, haciendo, cometiendo errores, que
nada hay que valga más que un solo momento con ellos.
Este millón de años de estar solos del amor de los hijos y los nietos, de los hermanos y sobrinos, de la familia entendida como el mejor lugar donde recostarse a descansar de los embates de la vida, se hace insoportable por momentos.
Vemos videos, charlamos por teléfono, hablamos viéndonos en
tiempo real, todo sirve, pero sentir en tu mano vieja esa manita chiquita
creciendo, no tiene sustituto posible. El abrazo apretado de un hijo, no tiene
sustituto. El olorcito a asado de un domingo en el que por esas cosas de la
vida estamos todos juntos, no tiene sustituto.
No hay forma virtual de sentir el olor del amor. El olor a
siesta en el cuello de un bebé, o el aliento de un nieto que se acaba de comer
un caramelo de chocolate, no tienen con qué compararse.
El perfume que inunda el espacio cuando entra a tu casa
alguien que amás, no sale en una pantalla.
No hay manera posible de sentir el olor de un asado, de una
tortilla, de una torta que no subió o de unas milangas caseras.
Cuando hay nostalgia, tanta que se convierte en angustia,
tenés que abrazar de tal manera que cuando soltás, hayas podido secar las
lágrimas del otro con el hombro, con el cuello, con el pecho, hasta hacerlas
tuyas.
Ahí afuera hay un verdadero monstruo que amenaza con
arrebatarnos todo, muchos caerán, otros seguirán de pie, pero nadie, ninguno de nosotros, saldrá
indemne de esta prueba macabra que la vida nos pone en el camino.
Quedarán atrás momentos irrecuperables, que jamás pensamos
que podríamos perdernos. Deberemos apretar fuerte los puños, cerrar los ojos e
imaginar un fin de año en el que como desquiciados salimos a bailar entre el
chori y la carne.
Deberemos, aún sin abrir los ojos, recordar y valorar en toda su dimensión un abrazo, ese
especial en el que nos consolamos, en el que compartimos un momento único de
felicidad, en el que supimos que una nueva vida se abría paso hasta nosotros, ese
en el que también todo era hoy, acá y ahora. Y, todavía a ojos cerrados, ser
bien conscientes de que pasó, se voló, y seguimos adelante. Porque eso es lo que
hacemos: seguimos caminando, creciendo.
Aprender de esto que molesta y duele debería servir para
algo a todas las personas buenas que aman a los otros.
Las presencias de corazón son las que nos quedan en estos días, y saber
que cada uno de nosotros dedica un pensamiento, una sonrisa o una lágrima al
resto de esta familia, es lo más parecido a un abrazo que nos podemos permitir,
por ahora.
Cuando el puto chinazo termine, vendrá el tiempo en el vamos
a poder. Es como un sueño posible que solo está lejos por ahora pero que
haremos realidad, como siempre lo hemos hecho.
Dejaremos de ser unos pocos en cada lugar y seremos todos otra
vez. Y habrá uno más, para arrancar de nuevo con este milagro que venimos
saboreando de dar vida, cuidarla, mimarla, ayudar a que se haga grande y fuerte,
y verla, por fin, proyectarse en una cosita que por mucho tiempo no hará otra
cosa que comer, llorar y hacer caca.
Si Dios quiere, estaremos para verlo crecer como lo hacemos
con los peques que ya tenemos. Habrá miles de siestas, arrullos, papillas,
pijamadas, actos escolares, cumpleaños y partidos de cualquier deporte en los
que daremos el presente como granaderos.
Son ellos, nuestros hijos y nietos, nuestros hermanos,
nuestra familia, quién más, si son nuestra vida misma puesta en acto.
Vivamos estos días como una ansiosa espera de lo que está
por venir, abrazando o adorando nuestros abrazos atesorados, y esperando con
todo el amor del que somos capaces los que ya vendrán.
Esa es la que sirve. El resto, es decorado.